Pongamos que hablo de Melilla

Pongamos que hablo de Melilla, como pudiera decir Ceuta. Hablemos, pues, de Melilla porque hasta en los sobres oficiales se lee que Melilla es España antes que Navarra.

Pero pensar en Melilla no es lo mismo que si lo hacemos, por ejemplo, en Pamplona. Porque, en la ciudad africana, el verbo copulativo ser de la oración atributiva enuncia, más que la calidad del sujeto, un deseo del hablante y, más que una afirmación, un imperativo que obliga a algo más que ser español en Pamplona. Tratad de decir que Pamplona no es España y os tomaran por loco y os abandonarán entre risas y conmiseración.

Lo angustioso es que cuando afirmamos que  Melilla es España no sabemos  a ciencia cierta a quien se lo decimos. A Marruecos, seguro, pero más allá de la certeza de no ser escuchados, dudamos del auténtico receptor del mismo, pues ¿para quién hablamos sino para esa sombra que delata una duda amasada por la historia? Esta sombra tiene la apariencia de la mauvaise fois: estructura mental de autoengaño por el que tratamos de persuadirnos de que un acto desagradable no existe, mientras somos vagamente conscientes de que nos estamos persuadiendo para que así sea. La persuasión primero se orienta, pues, hacia uno mismo. Luego salta hacia los otros por un mecanismo de compensación psicológica y necesidad sociológica que nos hace ir más allá de lo necesario para no parecer sospechosos de detenernos demasiado cerca. El caso más extremo que conozco fue cuando el dramaturgo Fernando Arrabal, al ser nombrado hijo predilecto de Melilla en 1982, declaró que habría que hacer a Melilla no solo la capital de España sino de la ONU. Como no se incluyó ni en la Autonomía andaluza, la carcajada fue más producto del pánico que de la patochada, porque nadie puede elevarse más que un artista lunático sin romperse la crisma.

Los españoles de a pie solo podríamos afirmar con certeza que Melilla es de España, por ser “cosa muy importante para la guarda de estos reinos”, como se lee en el testamento de la reina Isabel la Católica, y añadir que seguirá siendo de nuestro país  siempre que sepamos organizar una diplomacia eficiente, pues si  ya Gibraltar no merece una guerra (Franco dixit),  ¿qué Gobierno se embarcaría en una guerra con Marruecos  (o viceversa)  por Melilla? Hay que reconocer que estamos necesitados, no tanto  de buenas intenciones de vecindad, como de aliados poderosos. porque ya no hacemos la Historia.

Creo que a este estadio le llaman realpolitik, ¿comprenden? Es absurdo reprocharle al presidente Pedro Sánchez que no haga mención a las ciudades autónomas en su reciente  carta a Mohamed VI.  No trata de la soberanía de nuestras fronteras actuales  la carta que está sobre la mesa (dicho sea con literalidad), sino de la soberanía del Sáhara. Y es en la mesa oval de la Casa Blanca donde se juegan los intereses geoestratégicos y geopolíticos de esta parte del mundo (Piénsese en La Marcha Verde). Lo más dramático es eso: la sensación de que Melilla está en el aire y no depende solo de nosotros su futuro. Esta sensación produce la constante alarma y la zozobra permanente de sus sufridos habitantes que traza un puente entre la conquista en el siglo XV y la temida reconquista. Pero como se suele decir: Cuando lleguemos a ese puente cruzaremos ese mar.

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