Los refugiados y la UE

     Tras más de un siglo de guerras religiosas (s. XVI-XVII), los cultos europeos se dijeron que ya estaba bien de teología y que, si la única prueba de la Revelación era la Revelación misma, lo mejor que se podía hacer era recurrir a la Razón y crear las “ciencias del hombre” para comprender el mundo natural y la humanidad basándose en la observación y no en las creencias. Porque, como  dijo Emanuel Kant, la lucha de los seres humanos es el conocerse a sí mismos. Y, para este fin, navegaron los mares y le dieron la vuelta al mundo buscando el pasado colectivo de la especie y lo que “distingue a los hombres como seres sociales”, en palabras de David Hume. Y lo que encontraron fueron seres que basaban sus felicidad en la asistencia mutua, que era el fundamento de sus sociedades y estados. En Tahití gozaron de una sexualidad sin tapujos y de las islas Sandwich el capitán Cook se trajo un nativo llamado Omai que saludó al rey Jorge III, que padecía trastornos mentales, con un << ¿Qué tal, rey tonto?>>. Rousseau vio  el hombre en su estado natural y Voltaire fue más lejos al afirmar que los supuestos “salvajes” de América poseían una sofisticación, un sentido común y una conciencia moral muy superior a la estupidez del campesino francés medio. Luego se matizó algo esta visión idealista y la civilización se identificó con el progreso, pero quedó claro que los hombres eran todos iguales en su humanidad y que las diferencias eran producto del clima, el medio y la cultura y se declaró la solidaridad del género. El hombre ilustrado se hizo cosmopolita y enraizó el derecho de asilo en la hospitalidad de la Grecia cásica. De ese universalismo nació la Revolución francesa, el liberalismo, el paneuropeísmo napoleónico y, siglos más tarde, la idea de la UE y, por extensión, la ONU. (Léase Antony Pagden, La Ilustración, Alianza Editorial).  

   Pero un vistazo hacia atrás nos acercará al presente. Las fuerzas del antiguo régimen lograron derrotar a Napoleón y en el Congreso de Viena de 1815 las potencias  vencedoras (Inglaterra, Prusia, Rusia, Austria y reinstaurado en el trono francés un Borbón)  fortalecieron sus monarquías absolutistas. El artífice de aquella reaccionario fue el príncipe de Metternich, canciller del imperio austrohúngaro. Es fascinante la obsesión y maestría con que este gran hombre de Estado, símbolo de la contrarrevolución, encarnó la lucha contra las ideas ilustradas, el liberalismo y los nacionalismos y utilizó la diplomacia y la fuerza para mantener unidos estos países en la llamada Santa Alianza. (En España abolieron la Constitución liberal de 1812 y nos sentaron en el trono al felón Fernando VII). Metternich abominaba de la representación popular y del ascenso de las clase medias y con celo sin fisuras se opuso a cualquier trastorno que pusiera en riesgo el status quo y la estabilidad. “Estabilidad” era su palabra sagrada. Como hoy. Un repaso al periodo histórico comprendido entre 1815-1848 haría aparecer los difíciles equilibrios entre Oriente y Occidente y surgirían actores que aún están en primera plana en nuestros días, como Turquía y Siria, o las tendencias centrífugas de Inglaterra. Al final, las nuevas ideas liberales acabaron por imponerse y la burguesía estableció su modelo de vida y su sistema político.

    Pero no es el liberalismo decimonónico el que conforma nuestras sociedades en la actualidad, sino el neoliberalismo, una reacción contra los ideales de la Ilustración.  Salvando las distancias, Metternich sería Ángela Merkel, digamos; las políticas de austeridad es un dogma absoluto; y los reyes y emperadores de entonces son los magnates de los oligopolios de ahora. Y tal vez así podamos explicarnos la pérdida de la sensibilidad humana en nuestra políticas migratorias y la vergüenza del campo de refugiados de Idomeni.

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